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viernes, 5 de junio de 2009

Nosotros no podemos esperar

Nos situamos en la edad media. Allí, el gnosticismo supuso un esquema cosmogónico vulnerable a la necesidad humana de autoafirmarse frente a una comprensión ambigua del entramado cósmico, semejante a un juego aleatorio de sensaciones inducidas desde el abismo. Aquellas doctrinas esotéricas motivaron una ansiedad de la que surgió el tronco seminal de la filosofía moderna. El mundo es el mal, creación demiúrgica. El “otro mundo” es el reino de las Ideas, lugar del que procede la chispa divina. La teología configura las Ideas mediante la exégesis antropocentrista que desvincula la espiritualidad del humán de su trabajo en el tiempo inmediato del mundo material. El alma busca su hogar primigenio en un intento de hallar la salida al mundo-prisión que la ha cegado y del que debe desconfiar. La ruptura con la filosofía antigua es sustancial y emerge seductora la escatología en torno al fin del mundo y la segunda venida de Cristo. El humán espera la llamada de Dios en su empeño trascendentalista, dando la espalda a la secuencia temporal de la naturaleza, la cual solo atiende a la contingencia de su constante muerte y recreación de ciclos. Los ciclos siguen su curso y nada concluye. En ausencia, pues, de parusía y juicio final, poco a poco vuelven las viejas preguntas sobre el origen y la finalidad del mundo porque la misma substancia oscila hacia el cielo o hacia la tierra según cada nueva edad. San Agustín, después de que Marción hubiera formulado la inexistencia del Demiurgo, volvió a imaginar el mundo en virtud de un trabajo dispuesto para el ser humano. Introduce la responsabilidad del humán respecto al mal en el mundo, lo cual supuso un paso liberador al afianzar nuestra responsabilidad en la Historia y sus acontecimientos. Esto, en el marco teocéntrico de su época, evocó el estigma del pecado por la culpabilidad del hombre. Si despojamos a la responsabilidad de cualquier sinergia cosmogónica (es decir, vincular nuestra acción en el mundo al delito de rebelión contra los dioses de la creación original, la cual selló nuestro destino bajo el objeto de la culpa de no ser lo que los dioses quieren que seamos, aquellos rasgos de su naturaleza que el humán quiere trascender para ser perfecto) ésta es una aceptación determinista que enraiza nuestra autoafirmación en los hechos presentes y en un porvenir abierto a nuestra labor. El concepto de culpa, al contrario, es una negación de nuestra oportunidad de realizar nuestro potencial determinada en el origen del cosmos, un pecado que es destino ineludible. La teología pudo, entonces, legitimar el trabajo mundano, pero - mediante el concepto de culpa - permaneció la condena y sujeción a un Dios y a un orden trascendente. Solo los movimientos liberales - siglos después - podrían deshacer el nudo con el que el teocentrismo medieval seguía amordazando a la conciencia del humán, ya que la variación epistemológica no es fuerza suficiente cuando se trata de abordar la estructura cosmogónica incrustada en nuestra psique.

La investigación, a todos los niveles, centra el esfuerzo en la ideación para un mundo sólido según las aspiraciones del ser humano. Se busca la coherencia que clarifique la relación entre el humán y el mundo. Y comienza la presteza y la ansiedad por hallar elementos conclusivos. Por ejemplo, el principio de economía indicado en la navaja de Ockam es un instrumento que clarifica esa nueva disposición epistemológica del ser humano ante la realidad inmanente de la física. La ciencia física es el nuevo portal en el que desvelar el secreto de Dios en un proyecto afín a la nueva responsabilidad. El hombre quiere leer el libro de la naturaleza condicionado por el sueño de trascender, utilizando una visera conforme al proyecto anhelado. Este principio de economía le ayuda a concretar su ámbito de actuación al precio -probablemente - de reducir el cosmos y, en consecuencia, su potencial. Lutero, desde la teología, propone reducir el orden teocrático (alianza entre Dios y el hombre, conocimiento por revelación unívoca) a una producción del sujeto cognoscente. Se pretende negar la trascendencia para poder volver a ella partiendo de una razón ilustrada. Prescindiendo de la tutela de una revelación omnímoda, se abre un camino de producción libre de dogmas que traza su propio sentido teleológico. Pudieron negar a Dios porque podían volver a encontrar un motivo de trascendencia en el orden natural, o en la proyección de una nueva razón que precisaba el sentido de lo sagrado secular.

En principio, el sacramento de la revelación imponía un movimiento de conciencia lastrado por su unidireccionalidad, en un zarpazo de absolutismo teológico. La aparición de la Ciencia fue una respuesta no menos violenta, y también reaccionaria ante la demora de la autoafirmación del humán que la sumisión a dicho absolutismo producía. La dogmática convertía certezas parciales en un lento avance en el camino. Virar el método y la fe hacia la materia abría la posibilidad de acelerar la Historia. El mundo esta inacabado, es decir, la naturaleza no colma el impulso perfectibilista hacia un punto indefinido que queda en mera ilusión de trascender. El telos, por tanto, es una ley inmanente de la razón que proyectamos en la naturaleza, según palabras precisas y adecuadas de Hans Blumemberg. La nueva fe en el mundo material nos permite operar con resultados tangibles y medibles que ejemplifican el poder sobre la naturaleza, autoafirmación que sigue un cauce abierto al misterio, la innovación, lo impredecible. La tecnología nos hizo aprendices de dioses. Efectivamente, la técnica es el resultado de la impaciencia humana ante la naturaleza. Charles Darwin evidencia con su Teoría de la Evolución la persistencia del antropocentrismo en ese curso de progreso indefinido que sueña con romper los límites. La evidencia de que la naturaleza utilizó miles de años y generaciones hasta dar con el humán, motivó una mayor angustia ante una secuencia aterradora que no deja lugar al telos. De repente, el naturalismo ofrecía un vector similar a la aprehensión unidireccional del absolutismo teológico. El rechazo que sufrió en su día la teoría evolutiva de Darwin no fue únicamente una cuestión relacionada con el clero y sus preceptos tradicionales. Teístas y cientificistas padecieron la inesperada contrariedad. En la actualidad, algunos cientificistas se refugian en el creacionismo como complemento que alivia la falta de respuestas clarificadoras respecto a las profundidades del mundo en una metodología siempre a la espera de nuevos hallazgos que completen el puzzle según conveniencia de ciertas mentalidades, codeándose con los ultraconservadores cristianos . Y los creyentes - inclusive la autoridad vaticana - empiezan a aceptar la teoría de la Evolución, lo cual les permite abrazar a la ciencia como un signo justificador de su esquema dogmático de cara a la galería, al tiempo que pretende, integrando postulados, presentar su cosmovión como si se tratase de la cosmovisión completa y definitiva, pues hay que aceptar a la naturaleza como un vástago de Dios que sigue sus propias microleyes (o sea, esclava e ilusión de nuestros deseos). El espejismo de Dios y el espejismo del Mundo. En origen, nadie quiso aceptar aquel sometimiento a la naturaleza que se deriva de la mecánica evolucionista presentada por Darwin. Para presentar batalla, el siglo XIX utilizó la tecnificación con furia a modo de respuesta desde la más elemental de las energías. Producir bienes de ostentación y afirmación social, inventar mecanismos más rápidos y eficientes de lo que el mundo natural esta dispuesto a ofrecer. Llegó la revolución industrial para crear el espacio socio-técnico con el objetivo de la autoafirmación que nos negaba la naturaleza. Los románticos enfrentaron su creación a la de aquellos tecnócratas con el pulso del idealismo estético que afirmaba la subjetividad como auténtica superación y autoconciencia existentes más allá de la naturaleza, pues la tecnología ya empezaba a cobrar la fuerza y la forma de una Gran Maquinaria que impondría sus preceptos a todo el orden social a no ser que el espíritu humano alzase su voz disconforme. En cualquier facción subyace el mismo grito de rebeldía. La materialidad del mundo revelaba cada vez más su infinitud e inmensidad, frente a las que el tiempo humano no encuentra su adecuada cronología y cosmogonía, y así lo expresó F. Galiani: Nosotros somos demasiado pequeños, ante ella no son nada ni el tiempo ni el espacio ni el movimiento. Y concluye de forma dramática y arrebatadora: pero nosotros no podemos esperar.

... Nosotros no podemos esperar... palabras que suenan como un eco inmemorial de la tragedia de nuestra especie, atraviesan todos los ciclos de la humanidad, desde el primer "homo sapiens" hasta hoy, dejando al descubierto una herida sangrante.


*Base bibliográfica: Die Legitimität der Neuzeit (La legitimación de la edad moderna), Hans Blumenberg. Ed: Pre-textos.

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