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sábado, 13 de junio de 2009

Los Aristoi. Tesis preliminar sobre el problema de las distancias en la jerarquía del poder

La cultura griega que empieza a gestarse a partir del 1.100 a.d. C. es un consecuente de un fuerte flujo de movimientos migratorios (la migración doria es la expresión genérica dada a esta fase) que se suceden durante cientos de años después de que los grandes imperios del mediterráneo oriental sufrieran una descomposición tradicionalmente explicada mediante los efectos de la llamada "invasión de los pueblos del mar". Fue algo similar a una decadencia apocalíptica. Los vestigios que nos han llegado revelan signos de pillaje, incendios y migraciones en masa que traslucen la enorme dimensión de aquellos conflictos, similares a una guerra y desarticulación global en las zonas que hasta entonces habían representado el mayor auge de la civilización en tiempos pre-helénicos. El fin de la cultura y de la talasocracia micénica dejó un vacío de poder que será aprovechado por nuevas poblaciones de origen indoeuropeo que se instalan en tierra griega, ocupada por un heterogéneo substrato cultural y lingüístico en el cual de algún modo había permanecido el conocimiento de un pasado de esplendor y riqueza. Los nuevos pobladores se integran en aquel mundo superviviente y surgen nuevas formas dialectales desde una base poblacional que define las tribus griegas tradicionalmente consideradas: jonios, eolios y dorios. La superpoblación motivó las migraciones que configuraron la distribución en torno al egeo de estas tribus principales. Los jonios emigraron hacia la costa de asia menor, ocuparon gran parte de las Cícladas, Eubea y el Ática. Los eolios hacia el norte de la costa de Anatolia. Los dorios se instalaron en Laconia, Mesenia, Creta, Rodas y las Cícladas del sur. La tradición oral homérica rescató para la grecia arcaica el recuerdo y los valores de aquella civilización desaparecida e idealizada en un folclore canalizado por los cantores (rapsodas) de poesía épica. Homero remite, pues, a una extensa tradición oral que en torno al siglo VIII a. C. fue sintetizada en obras inmortales como La Odisea y La Illiada. La cuestión de la validez historiográfica de estas obras continúa abierta al debate entre quienes defienden su utilidad para la comprensión y conocimiento del mundo micénico y aquellos que mantienen su escepticismo ante la épica que idealizó un pasado ya irrecuperable y del cual poco o nada podemos conocer a ciencia cierta. No obstante, se han hallado correspondencias entre los topónimos de ciudades antiguas utilizados por Homero, nombres de héroes y divinidades con las escrituras en Lineal B. La clave puede estar en un momento cultural - el de aquellas edades - que escapa a los cauces de comprensión de los que ahora disponemos. Probablemente la poesía homérica expresaba un deseo de cara al porvenir, y no un testimonio nostálgico de la época dorada. La creación persigue ante todo la realización de las potencias latentes, no simplemente la recreación de un estado ideal como referente desde el que empezar de nuevo. Aquiles y Ulises son la fuerza arquetípica que inspiró la iniciativa de los espíritus que forjarán el esplendor del imperio griego en la época clásica y - resolutivamente - la gran empresa global de Alejandro el Grande. En definitiva, la poesía homérica refleja la encrucijada del humán ante el espejo que muestra el futuro y frente a la incertidumbre que provoca el esplendor de un destello que se apaga en un pasado inalcanzable.

Con la debacle de la civilización micénica concluyó el orden monárquico que durante siglos había concentrado todos los poderes en la persona del “Wanax” y en las estancias de su palacio. La Grecia que resurge tras la llegada de nuevos pueblos fundamenta el poder en una clase social cuyo privilegio procede de una ascendencia divina, o emparentada con héroes o linajes legendarios de tal forma que utilizaban el mito como catalizador de la admiración y el temor que las clases inferiores sentían ante un orden establecido en base a la areté, virtud y excelencia de los mejores. Son los "Aristoi", el estamento social formado por una nobleza poseedora de grandes riquezas en ganado y tierras, agrupados en "Genos" (familias) al mando de los cuales estaba el "Basileis" ( el cual se atribuyó parte de las funciones de los reyes micénicos en un intento de perpetuar el orden anterior), los jefes de la familia y de la comunidad, poseedores de la casa o hacienda - la cual incluía toda riqueza, esclavos y ganado - y de grandes extensiones de terreno para su explotación. Cultivadores de la virtud en la caza, la nobleza de espíritu, la belleza y el cuidado físico, el honor y el valor en la guerra, estos "Aristoi" prolongaban los valores del antiguo monarca en la historia de Grecia y sigue siendo el mismo espíritu de las élites el que fundamentaba moral y estéticamente a aquellas sociedades arcaicas. Desde la perspectiva de nuestro mundo actual, en el que el voto es consecuencia de un montaje mediático orientado desde la financiación interesada de ciertos grupos de presión, no resulta fácil aprehender la sumisión del pueblo ante los aristócratas, ya que ésta venía impuesta por una autoridad fundamentada en el valor demostrado y ejercido en cada batalla, el sacrificio de arriesgar la vida por los demás, y en la firme convicción de un gusto exquisito por la vida austera y ornamentada con armas nobles y bella pintura en cerámica. Los campesinos libres eran la segunda categoría social, propietarios de pequeñas posesiones de ganado y tierras de cultivo (Kleros), de algún esclavo o podían alquilar los servicios de jornaleros para que le ayudaran en sus labores. Los "Thetes", última categoría social de hombres libres, desprotegidos y obligados a depender de su trabajo para poder subsistir, la mayoría contratados para cultivar la tierra por un sueldo paupérrimo. Los esclavos solían ser prisioneros de guerra o víctimas de pillaje y piratería. Aunque tenemos poca información sobre este estamento, sabemos que estaban integrados en el "Oikos" (la casa, o conjunto de bienes y personas) y recibía protección, al tiempo que el jefe del "Oikos" tenía sobre él derecho de vida o muerte. Al margen de esta estructura jerarquizada estan los demiurgos, término en el que englobamos un conjunto de profesiones llevadas a cabo por trabajadores libres pero no integrados en la comunidad. Su modo de vida era itinerante, prestando servicios a los Aristoi. Podían ser artesanos, sacerdotes y adivinos, heraldos o rapsodas.
La economía giraba en torno al "Oikos", centro de bienes y personas - libres o esclavas - organizados por un jefe que gestionaba un patrimonio de riquezas muebles e inmuebles inseparables de un grupo humano cohesionado en razón de parentesco, pleitesía o servicio. La autarquía era el ideal de esta comunidad, la cual basaba su prosperidad en la eficiente administración de los propios recursos, principalmente los aportados por la agricultura y la ganadería. El "Basileis", como ya hemos apuntado, concentró en su persona las funciones del "Wanax" micénico, elegido no por vínculo hereditario, sino mediante un proceso electivo en función de las riquezas poseídas y del poder militar. La Gerusía (consejo de nobles formado por los Aristoi de mayor confianza) y la asamblea del "Demos" eran dos órganos de consulta en el poder ejecutivo. El poder judicial suponía entregar los asuntos de justicia al criterio personal del Basileis en un tiempo en el que todavía no existía una legislación escrita. Finalmente, el "Basileis" era mediador entre los hombres y los dioses, encargado de hacer los honores al Dios correpondiente en nombre de la comunidad. Resulta evidente que el mismo espíritu elitista y el monopolio de todos los ámbitos de la existencia seguía concentrado en el poder de unos pocos hombres que, eso sí, afirmaban su autoridad en acciones que ejemplificaban y validaban los valores de su época. La contraparte a ésta apreciación la hallamos en la poesía y la reflexión de Hesiodo, testimonio antagónico a Homero que fustiga a las élites ( las tildaba de “devoradores de regalos”) y reivindica la vida campesina como un trabajo que fortalece al ser humano y lo dignifica. Sus teogonías siguen el esquema inspirado en su sentido moral de justicia y verdad. Hesiodo, en definitiva, nos permite atender a las flaquezas de la élite que - con toda la nobleza y el valor ejercidos en su función militar - abusa de su posición y dictamina sobre la base de un criterio huérfano de la aprenhensión de la vida campesina, los problemas de la gente humilde, y la consecuente incomprensión respecto a la complejidad del tejido social que ellos dominaban desde su posición en la cúspide. Las élites, en aquellos tiempos, hacían de su virtud un ejemplo desde un ámbito de estabilidad y riqueza material que les venía dada por la tradición de sus ancestros, lo cual inducía el consciente y proclamado desprecio ante las clases inferiores que ni siquiera habían tenido la oportunidad de desarrollar el cultivo de la "areté". La magnitud del desprecio puede estar determinada por la distancia entre las distintas posiciones en la jerarquía partiendo de quienes están en la cúspide, pues éste sentimiento de superioridad es consustancial al ser humano. La religión impregnaba el sello personal de todos los individuos de una comunidad, independientemente de su estatus social, al igual que la cosmovisión panteísta vinculada a la bienaventuranza que procedía de la tierra. Quedó establecida, pues, una fraternidad de individuos en relación a un ámbito de la vida social muy concreto. Es decir, la tradición que recorría todo el espectro de la estructura social y articulaba la relación entre la plebe y la aristocracia mediante la legitimidad de sus creencias compartidas, disminuyendo el desprecio potencial que las élites - debido a un rasgo común en la psicología de la especie humana, y que será explicado en profundidad en otra parte de este libro - pueden llegar a desplegar utilizando instrumentos y formas de una crueldad aterradora. En el mundo de hoy, la laicidad ha roto los vínculos con la espiritualidad fundamentada en la tierra y con el sentimiento de formar parte de una comunidad específica vertebrada en torno a determinados arquetipos también de orden espiritual. La pulsión posmoderna ha desacreditado en gran medida a la tradición y a los absolutos que definían un marco de presupuestos comunes, con lo cual todo el orden ascensional de la sociedad viene determinado principalmente por el poder adquisitivo del individuo y por las relaciones condicionales (es decir, relaciones humanas superfluas). La distancia entre la cúspide y la gran masa de ciudadanos se ha hecho insalvable en la articulación del tejido de la sociedad, tanto en el sentido vertical como en el horizontal. La transformación de la sociedad estática tradicional en un sistema dinámico basado en el individualismo nos permitió ganar la libertad entre competidores - incentivando el éxito social y empresarial de los individuos más dotados - al tiempo que desaparecía esa conexión indispensable para detener la marcha destructora del egoísmo. Y ahora tenemos un conglomerado de "egos" que se aíslan para reafirmar su valor en la frenética ansiedad por poseer los bienes y manipular las voluntades de aquellos que no han accedido a tamaña esfera de influencia, lo cual incentiva la corrupción y el fraude que - paradójicamente - permite el triunfo y la relevancia social de los mediocres...

Volviendo a la era arcaica, la introducción de la metalurgia del hierro en la Hélade propició un mayor desarrollo del comercio y las actividades industriales así como de la agricultura, lo cual impulsó una mayor extensión y desarrollo de las relaciones humanas. Y entonces comenzó la ideación en torno a una sociedad fortalecida en un marco espacial y jurídico que optimice todo ese conglomerado de manifestaciones de la producción material y del intercambio de información, dando como resultado el surgimiento de la “polis” griega. Mediante los procesos de sinecismo ( unión de distintos “Oikos” en una administración común con unas instituciones propias y bajo la advocación de un culto o héroe determinado) tradiciones y tribus diversas pudieron convivir en una estructura política que las integraba conservando sus esencias a la vez que trascendía el estado anterior de la vida en sociedad. Partiendo de una distinción formal entre campo y ciudad pudieron emerger los mecanismos ideológicos e institucionales que articulasen una unidad política destinada a representar las distintas potencias del mundo griego, siendo la ciudad-estado un recinto de defensa frente a los peligros del exterior que permitía perpetuar a las sociedades paganas sin renunciar a la evolución de la estructura comercial. Por ende, se comenta la importancia de los contactos mercantiles con la sociedad de los fenicios como un factor clave en el nacimiento de la “polis”. Otra explicación, de índole histórico-geográfica, nos advierte de la localización de algunas de las primeras “polis” griegas en los asentamientos donde anteriormente se habían levantado las ciudades del mundo micénico, con lo cual cabe señalar una posible pervivencia de ciertos hábitats. La pérdida de la autarquía (por la aparición de nuevas necesidades) y la consecuente necesidad de aunar esfuerzos en agricultura y en los medios que proporcionaba el suelo y, en fin, la búsqueda de una defensa común más eficaz. Pronto, los ciudadanos que formaban el Demos se convirtieron en ciudadanos de pleno derecho, el “Basileis” perdió atribuciones cívicas y su papel fue reducido a funciones de tipo religioso mientras que la clase aristocrática distribuyó funciones entre sus miembros, dando origen a las magistraturas, el consejo de ancianos y la asamblea popular.

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