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lunes, 22 de junio de 2009

De las colonias a las tiranías: crisis social y surgimiento de un nuevo poder

Durante el período comprendido entre el 750 y 550 tuvieron lugar y tiempo los distintos factores que a juicio de hoy caracterizaron el arcaísmo pleno. Vuelve el ciclo de necesidad que anteriormente había recorrido tierras e inspirado acciones similares en la época de la expansión micénica. Necesidad de desplegar el potencial productivo de las comunidades que reflejaban su estatus en el trabajo y en la posesión de tierras, o la iniciativa de ir a la mar en busca de nuevos horizontes, siguiendo la estela de los héroes homéricos. La colonización griega es la plasmación fáctica del mito que dio luz a aquellos pueblos en una etapa de luces y sombras en su transición hacia la madurez clásica. Veamos cómo el orden social empezó a cambiar en un tiempo relativamente escaso, aceleración histórica que responde a razones económicas. En este punto, la grecia del siglo VIII a. C., identificamos el nacimiento de la primera burguesía de la historia, manufacturera y comerciante. Entonces la calidad de vida aumenta en toda la Hélade y se produce - una vez más - la eclosión demográfica cuyas muestras principales son los excedentes agrícolas y el florecimiento de talleres de cerámica y otros productos artesanos. Era una actividad concentrada en los hábitats urbanos, la cual permitió al hombre libre vivir sin estar sujeto al trabajo como jornaleros en las tierras de los grandes señores. De este modo empezaron a acumular riqueza, y surge una nueva fuerza social que se tradujo en una cierta emancipación ideológica. El orden sociocultural hasta entonces regido por la eximia presencia y el absolutismo de los Aristoi había encontrado un foco de inspiración divergente respecto al patrón de origen. Se abre el camino - a partir de ésta transformación socioeconómica y del modo de producción - hacia el cambio político, en un primer paso. La capacidad productiva de individuos y de comunidades aumentó y se hizo necesaria la aparición de la moneda como objeto de valor correspondiente con los activos en circulación, cuyas utilizaciones más inmediatas fueron la fiscalidad y el desarrollo de las obligaciones e instituciones ciudadanas (liturgias, gastos públicos, tasas...), la financiación de mercenarios, intercambios privados dentro del ágora ciudadana, y la moneda, en fin, como signo y emblema cívico de la vida en la “polis” griega.

Las costas del mediterráneo esperaban fértiles y estratégicamente situadas en el mapa civilizador que siglos antes habían perfilado los micénicos, siendo así que la colonización griega supone un nuevo ciclo expansivo de una misma potencia subyacente al curso de los siglos en el clima, la geografía y el espíritu que impregnaba el Egeo de Ulises y Aquiles. Un propósito comercial unido a la tradición legada por Homero, aunque cabe indicar un esquema preciso que exponga las causas de la colonización efectuada a lo largo y ancho del mediterráneo. El factor agrícola y demográfico, quizá el más relevante, enfatiza la necesidad de hallar y conquistar nuevas tierras ante un aumento demográfico que hacía insuficientes a los lotes de tierra que por tradición heredaban las familias para su explotación, además del acaparamiento de tierras por parte de los poderosos. Había que buscar tierras lejos de la ciudad de origen, formar “apoikias” (comunidad autónoma agraria, independiente de la metrópoli y con su respectiva ceremonia de fundación) en terrenos adecuados atendiendo a su extensión y calidad. Los comerciantes, por otro lado, necesitaban establecer centros y vías de comercio para la adquisición de materias primas, fundamentalmente metales y cereal, y abrir nuevos mercados para introducir los excedentes de vino, aceite, cerámicas y otros objetos de lujo. Paulatinamente, con la progresiva ocupación de tierras nacieron nuevas ciudades-estado griegas inmiscuidas en la idiosincrasia derivada de un culto centralizador y una posición diferenciada respecto a la polis de origen, pero cohesionada en la koiné que en todo tiempo y lugar los hacía partícipes de una cultura global. Varias fueron las consecuencias de la colonización griega: económicas (incremento y desarrollo del comercio con la adquisición de una mayor abundancia de materias primas y multiplicación de mercados exteriores. Los griegos exportaban productos manufacturados). Toda esta actividad supuso la mejora en la construcción naval, la pérdida total de la autarquía para aquellas ciudades que aún mantenían un régimen económico atrasado y la apertura de nuevas rutas comerciales que todos aprovecharon. No obstante, al parecer no hubo una política comercial concertada y organizada entre todas las ciudades. Surge el comerciante libre, expresión de individualismo en su inicativa y capacidad productiva. Libre y dispuesto a conquistar cimas de poder en una sociedad cada vez más abierta. La expansión de los méritos individuales tendrá consecuencias en todo el orden social. Esta burguesía será la promotora de las clases más desfavorecidas, las cuales representaban el origen de una carrera que hacía responsable a la nueva clase comercial del devenir abierto ante el conjunto de ciudadanos. En cuanto a las consecuencias de orden social, las ciudades nuevas podían avanzar desligadas en cierto modo de la tradición y de la ciudad de origen, apareciendo nuevas instituciones y nuevos cultos consecuentes de fenómenos de sincretismo cuyo origen se halla en la convivencia establecida con los indígenas habitantes de las tierras ocupadas. El espíritu de la koiné no permitía la plena emancipación cultural, pero sin duda el contacto con tribus ajenas al mundo griego contribuyó a configurar un ecumenismo desde el que patentaron la supremacía de su tradición. La cultura griega estableció su hegemonía en todo el mediterráneo sin demasiadas dificultades teniendo en cuenta su superioridad manifiesta en la riqueza de sus ornamentos y la homogeneidad del paisaje y el clima en un ámbito territorial que da lugar a unos mismos dioses con distintos nombres. Pero - al trasluz de este fenómeno expansivo - en la “polis” crecía la tensión social entre las dos posiciones más alejadas; la aristocracia comenzaba a afrontar el descontento de las clases más desfavorecidas que veían su posición colindante con la esclavitud, inevitable consecuencia del abuso de poder por parte de los grandes terratenientes. Las transformaciones en agricultura, además, provocaron la llegada desde las colonias de un cereal de mayor calidad y más barato. Igualmente los jornaleros (Thetes) se veían afectados por los abusos de una aristocracia que concentraba en sí misma los cargos públicos, civiles y religiosos, ejercían e interpretaban la justicia a su antojo y ocupaban los principales puestos en el ejército. Las crisis son el signo de grandes cambios que se avecinan. Siempre ha sido así. Pero no siempre las élites salen reforzadas. Las mejoras técnicas posibilitaron el auge de los artesanos y comerciantes que basaban su riqueza en el trabajo y la producción, y no en la tradición gentilicia y en la veneración de ascendientes divinizados. Ya desde la antigüedad, el desarrollo tecnológico va a la par con la cada vez mayor influencia y posterior hegemonía de una clase media en origen que puede alcanzar progresivamente cotas de poder inimaginables para cualquier heredero de sangre azul. Fueron estas clases medias adineradas las que ofrecieron su renovado papel en favor de los más débiles, sabiendo que su mayor poder adquisitivo se tradujo en la reclamación del derecho a participar en la política y las instituciones cívicas de la “polis”. El auge de las clases medias amenaza el monopolio que disfrutan las élites. Aquella expansión demográfica, junto con un tejido de relaciones públicas y diplomáticas tendente a una mayor complejidad, inclusive los posibles enfrentamientos entre distintas ciudades, indujo una nueva forma de combatir y una nueva milicia de masas. El ejército hoplita (formado principalmente por campesinos independientes que podían costearse el equipo militar) combatía con armamento pesado (armadura, escudo, espada corta y lanza) y utilizaba una nueva técnica de combate en formación para una mayor eficiencia en la defensa. Anteriormente, la aristocracia guerrera asumía estas funciones, pero siguiendo un modelo de caballería muy distinto al modo de proceder de los hoplitas, usando el carro y el caballo. La institución del ejército hoplita supuso para las clases medias-bajas una toma de conciencia de que ya no necesitaban a los aristócratas del modo en que hasta entonces los habían necesitado para sentirse protegidos y defendidos ante la amenaza de algún ejército externo a su circunscripción. Disminuía, por tanto, la concentración del poder en el orden ciudadano y la sociedad abría sus instituciones a un mayor número de componentes. El orden jurisdiccional empezó a dilatarse ante la necesidad de construir un gobierno atento a una mayor amplitud y profundidad en el desarrollo de las necesidades. Pronto se hizo necesaria una legislación escrita y convenida entre todas las partes implicadas en la vida ciudadana. Sin embargo estos avances no pudieron aplacar el descontento en la “polis” y es entonces cuando aparece la figura del Tirano. Solía ser un miembro de la aristocracia, hostil a la misma, que alcanza el poder político mediante el uso de la fuerza militar (podía ser, de facto, un líder militar que usurpaba el poder). En ocasiones pudo ser un magistrado que transforma su poder legítimo en tiranía. El Tirano era un demagogo que se autoadjudicaba la defensa y el liderazgo del pueblo contra la opresión ejercida por los aristócratas. Respetaba la constitución y colocaba en las magistraturas a representantes leales a su persona, siguiendo además una política económica enfocada a atender las necesidades del campesinado. Confiscaban tierras de la nobleza para repartirlas entre los más necesitados e impulsaron la vida laboral mediante obras públicas, lo cual fue una forma muy efectiva de proporcionar trabajo y de remodelar las ciudades con magníficas obras de ingeniería. La artesanía y el comercio fueron baluartes en la política expansiva de los tiranos además del saneamiento de la hacienda y la cancelación de deudas. En política exterior practicaron una diplomacia que favorecía su prestigio en el exterior, la cooperación en las actividades mercantiles y todo aquello que reforzara un poder efímero. Así pues, las tiranías fueron un fenómeno limitado en el tiempo, la transición necesaria en tiempos de crisis social y la fuerza que mostraba oposición frente a la oligarquía aristocrática. Una vez restaurado el orden, el pueblo exigía la vuelta a un gobierno regular donde el poder no fuera ejercido por un solo hombre.

sábado, 13 de junio de 2009

Los Aristoi. Tesis preliminar sobre el problema de las distancias en la jerarquía del poder

La cultura griega que empieza a gestarse a partir del 1.100 a.d. C. es un consecuente de un fuerte flujo de movimientos migratorios (la migración doria es la expresión genérica dada a esta fase) que se suceden durante cientos de años después de que los grandes imperios del mediterráneo oriental sufrieran una descomposición tradicionalmente explicada mediante los efectos de la llamada "invasión de los pueblos del mar". Fue algo similar a una decadencia apocalíptica. Los vestigios que nos han llegado revelan signos de pillaje, incendios y migraciones en masa que traslucen la enorme dimensión de aquellos conflictos, similares a una guerra y desarticulación global en las zonas que hasta entonces habían representado el mayor auge de la civilización en tiempos pre-helénicos. El fin de la cultura y de la talasocracia micénica dejó un vacío de poder que será aprovechado por nuevas poblaciones de origen indoeuropeo que se instalan en tierra griega, ocupada por un heterogéneo substrato cultural y lingüístico en el cual de algún modo había permanecido el conocimiento de un pasado de esplendor y riqueza. Los nuevos pobladores se integran en aquel mundo superviviente y surgen nuevas formas dialectales desde una base poblacional que define las tribus griegas tradicionalmente consideradas: jonios, eolios y dorios. La superpoblación motivó las migraciones que configuraron la distribución en torno al egeo de estas tribus principales. Los jonios emigraron hacia la costa de asia menor, ocuparon gran parte de las Cícladas, Eubea y el Ática. Los eolios hacia el norte de la costa de Anatolia. Los dorios se instalaron en Laconia, Mesenia, Creta, Rodas y las Cícladas del sur. La tradición oral homérica rescató para la grecia arcaica el recuerdo y los valores de aquella civilización desaparecida e idealizada en un folclore canalizado por los cantores (rapsodas) de poesía épica. Homero remite, pues, a una extensa tradición oral que en torno al siglo VIII a. C. fue sintetizada en obras inmortales como La Odisea y La Illiada. La cuestión de la validez historiográfica de estas obras continúa abierta al debate entre quienes defienden su utilidad para la comprensión y conocimiento del mundo micénico y aquellos que mantienen su escepticismo ante la épica que idealizó un pasado ya irrecuperable y del cual poco o nada podemos conocer a ciencia cierta. No obstante, se han hallado correspondencias entre los topónimos de ciudades antiguas utilizados por Homero, nombres de héroes y divinidades con las escrituras en Lineal B. La clave puede estar en un momento cultural - el de aquellas edades - que escapa a los cauces de comprensión de los que ahora disponemos. Probablemente la poesía homérica expresaba un deseo de cara al porvenir, y no un testimonio nostálgico de la época dorada. La creación persigue ante todo la realización de las potencias latentes, no simplemente la recreación de un estado ideal como referente desde el que empezar de nuevo. Aquiles y Ulises son la fuerza arquetípica que inspiró la iniciativa de los espíritus que forjarán el esplendor del imperio griego en la época clásica y - resolutivamente - la gran empresa global de Alejandro el Grande. En definitiva, la poesía homérica refleja la encrucijada del humán ante el espejo que muestra el futuro y frente a la incertidumbre que provoca el esplendor de un destello que se apaga en un pasado inalcanzable.

Con la debacle de la civilización micénica concluyó el orden monárquico que durante siglos había concentrado todos los poderes en la persona del “Wanax” y en las estancias de su palacio. La Grecia que resurge tras la llegada de nuevos pueblos fundamenta el poder en una clase social cuyo privilegio procede de una ascendencia divina, o emparentada con héroes o linajes legendarios de tal forma que utilizaban el mito como catalizador de la admiración y el temor que las clases inferiores sentían ante un orden establecido en base a la areté, virtud y excelencia de los mejores. Son los "Aristoi", el estamento social formado por una nobleza poseedora de grandes riquezas en ganado y tierras, agrupados en "Genos" (familias) al mando de los cuales estaba el "Basileis" ( el cual se atribuyó parte de las funciones de los reyes micénicos en un intento de perpetuar el orden anterior), los jefes de la familia y de la comunidad, poseedores de la casa o hacienda - la cual incluía toda riqueza, esclavos y ganado - y de grandes extensiones de terreno para su explotación. Cultivadores de la virtud en la caza, la nobleza de espíritu, la belleza y el cuidado físico, el honor y el valor en la guerra, estos "Aristoi" prolongaban los valores del antiguo monarca en la historia de Grecia y sigue siendo el mismo espíritu de las élites el que fundamentaba moral y estéticamente a aquellas sociedades arcaicas. Desde la perspectiva de nuestro mundo actual, en el que el voto es consecuencia de un montaje mediático orientado desde la financiación interesada de ciertos grupos de presión, no resulta fácil aprehender la sumisión del pueblo ante los aristócratas, ya que ésta venía impuesta por una autoridad fundamentada en el valor demostrado y ejercido en cada batalla, el sacrificio de arriesgar la vida por los demás, y en la firme convicción de un gusto exquisito por la vida austera y ornamentada con armas nobles y bella pintura en cerámica. Los campesinos libres eran la segunda categoría social, propietarios de pequeñas posesiones de ganado y tierras de cultivo (Kleros), de algún esclavo o podían alquilar los servicios de jornaleros para que le ayudaran en sus labores. Los "Thetes", última categoría social de hombres libres, desprotegidos y obligados a depender de su trabajo para poder subsistir, la mayoría contratados para cultivar la tierra por un sueldo paupérrimo. Los esclavos solían ser prisioneros de guerra o víctimas de pillaje y piratería. Aunque tenemos poca información sobre este estamento, sabemos que estaban integrados en el "Oikos" (la casa, o conjunto de bienes y personas) y recibía protección, al tiempo que el jefe del "Oikos" tenía sobre él derecho de vida o muerte. Al margen de esta estructura jerarquizada estan los demiurgos, término en el que englobamos un conjunto de profesiones llevadas a cabo por trabajadores libres pero no integrados en la comunidad. Su modo de vida era itinerante, prestando servicios a los Aristoi. Podían ser artesanos, sacerdotes y adivinos, heraldos o rapsodas.
La economía giraba en torno al "Oikos", centro de bienes y personas - libres o esclavas - organizados por un jefe que gestionaba un patrimonio de riquezas muebles e inmuebles inseparables de un grupo humano cohesionado en razón de parentesco, pleitesía o servicio. La autarquía era el ideal de esta comunidad, la cual basaba su prosperidad en la eficiente administración de los propios recursos, principalmente los aportados por la agricultura y la ganadería. El "Basileis", como ya hemos apuntado, concentró en su persona las funciones del "Wanax" micénico, elegido no por vínculo hereditario, sino mediante un proceso electivo en función de las riquezas poseídas y del poder militar. La Gerusía (consejo de nobles formado por los Aristoi de mayor confianza) y la asamblea del "Demos" eran dos órganos de consulta en el poder ejecutivo. El poder judicial suponía entregar los asuntos de justicia al criterio personal del Basileis en un tiempo en el que todavía no existía una legislación escrita. Finalmente, el "Basileis" era mediador entre los hombres y los dioses, encargado de hacer los honores al Dios correpondiente en nombre de la comunidad. Resulta evidente que el mismo espíritu elitista y el monopolio de todos los ámbitos de la existencia seguía concentrado en el poder de unos pocos hombres que, eso sí, afirmaban su autoridad en acciones que ejemplificaban y validaban los valores de su época. La contraparte a ésta apreciación la hallamos en la poesía y la reflexión de Hesiodo, testimonio antagónico a Homero que fustiga a las élites ( las tildaba de “devoradores de regalos”) y reivindica la vida campesina como un trabajo que fortalece al ser humano y lo dignifica. Sus teogonías siguen el esquema inspirado en su sentido moral de justicia y verdad. Hesiodo, en definitiva, nos permite atender a las flaquezas de la élite que - con toda la nobleza y el valor ejercidos en su función militar - abusa de su posición y dictamina sobre la base de un criterio huérfano de la aprenhensión de la vida campesina, los problemas de la gente humilde, y la consecuente incomprensión respecto a la complejidad del tejido social que ellos dominaban desde su posición en la cúspide. Las élites, en aquellos tiempos, hacían de su virtud un ejemplo desde un ámbito de estabilidad y riqueza material que les venía dada por la tradición de sus ancestros, lo cual inducía el consciente y proclamado desprecio ante las clases inferiores que ni siquiera habían tenido la oportunidad de desarrollar el cultivo de la "areté". La magnitud del desprecio puede estar determinada por la distancia entre las distintas posiciones en la jerarquía partiendo de quienes están en la cúspide, pues éste sentimiento de superioridad es consustancial al ser humano. La religión impregnaba el sello personal de todos los individuos de una comunidad, independientemente de su estatus social, al igual que la cosmovisión panteísta vinculada a la bienaventuranza que procedía de la tierra. Quedó establecida, pues, una fraternidad de individuos en relación a un ámbito de la vida social muy concreto. Es decir, la tradición que recorría todo el espectro de la estructura social y articulaba la relación entre la plebe y la aristocracia mediante la legitimidad de sus creencias compartidas, disminuyendo el desprecio potencial que las élites - debido a un rasgo común en la psicología de la especie humana, y que será explicado en profundidad en otra parte de este libro - pueden llegar a desplegar utilizando instrumentos y formas de una crueldad aterradora. En el mundo de hoy, la laicidad ha roto los vínculos con la espiritualidad fundamentada en la tierra y con el sentimiento de formar parte de una comunidad específica vertebrada en torno a determinados arquetipos también de orden espiritual. La pulsión posmoderna ha desacreditado en gran medida a la tradición y a los absolutos que definían un marco de presupuestos comunes, con lo cual todo el orden ascensional de la sociedad viene determinado principalmente por el poder adquisitivo del individuo y por las relaciones condicionales (es decir, relaciones humanas superfluas). La distancia entre la cúspide y la gran masa de ciudadanos se ha hecho insalvable en la articulación del tejido de la sociedad, tanto en el sentido vertical como en el horizontal. La transformación de la sociedad estática tradicional en un sistema dinámico basado en el individualismo nos permitió ganar la libertad entre competidores - incentivando el éxito social y empresarial de los individuos más dotados - al tiempo que desaparecía esa conexión indispensable para detener la marcha destructora del egoísmo. Y ahora tenemos un conglomerado de "egos" que se aíslan para reafirmar su valor en la frenética ansiedad por poseer los bienes y manipular las voluntades de aquellos que no han accedido a tamaña esfera de influencia, lo cual incentiva la corrupción y el fraude que - paradójicamente - permite el triunfo y la relevancia social de los mediocres...

Volviendo a la era arcaica, la introducción de la metalurgia del hierro en la Hélade propició un mayor desarrollo del comercio y las actividades industriales así como de la agricultura, lo cual impulsó una mayor extensión y desarrollo de las relaciones humanas. Y entonces comenzó la ideación en torno a una sociedad fortalecida en un marco espacial y jurídico que optimice todo ese conglomerado de manifestaciones de la producción material y del intercambio de información, dando como resultado el surgimiento de la “polis” griega. Mediante los procesos de sinecismo ( unión de distintos “Oikos” en una administración común con unas instituciones propias y bajo la advocación de un culto o héroe determinado) tradiciones y tribus diversas pudieron convivir en una estructura política que las integraba conservando sus esencias a la vez que trascendía el estado anterior de la vida en sociedad. Partiendo de una distinción formal entre campo y ciudad pudieron emerger los mecanismos ideológicos e institucionales que articulasen una unidad política destinada a representar las distintas potencias del mundo griego, siendo la ciudad-estado un recinto de defensa frente a los peligros del exterior que permitía perpetuar a las sociedades paganas sin renunciar a la evolución de la estructura comercial. Por ende, se comenta la importancia de los contactos mercantiles con la sociedad de los fenicios como un factor clave en el nacimiento de la “polis”. Otra explicación, de índole histórico-geográfica, nos advierte de la localización de algunas de las primeras “polis” griegas en los asentamientos donde anteriormente se habían levantado las ciudades del mundo micénico, con lo cual cabe señalar una posible pervivencia de ciertos hábitats. La pérdida de la autarquía (por la aparición de nuevas necesidades) y la consecuente necesidad de aunar esfuerzos en agricultura y en los medios que proporcionaba el suelo y, en fin, la búsqueda de una defensa común más eficaz. Pronto, los ciudadanos que formaban el Demos se convirtieron en ciudadanos de pleno derecho, el “Basileis” perdió atribuciones cívicas y su papel fue reducido a funciones de tipo religioso mientras que la clase aristocrática distribuyó funciones entre sus miembros, dando origen a las magistraturas, el consejo de ancianos y la asamblea popular.

lunes, 8 de junio de 2009

Cretenses y micénicos




El mundo antiguo es el tiempo de las élites. La historiografía - por causa de un legado arqueológico circunscrito al ajuar y el monumento suntuoso - atiende ante todo a las huellas dejadas por aquellos gobernantes guerreros a medio camino entre el mito y la realidad. Creta y Micenas son las coordenadas espaciotemporales que nos remiten al punto inicial de un proyecto y una fuerza de la historia que parece seguir unas pautas identificables en cada milenio. Pero sobre esto hablaremos más adelante.

Como suele ocurrir, la civilización minoica nos ha llegado en una imagen idílica de suelo fértil que alterna con territorios áridos y escarpados - Creta es una isla de grandes contrastes geológicos - y unos pobladores que gozan de una vida pacífica, centrada en el laboreo de la tierra y el culto a la diosa de la fertilidad. No nos han llegado apenas vestigios de luchas sociales o guerras entre las distintas regiones. Sus palacios ensalzan el color y el gusto por la apertura hacia la luz del día y a los campos que los circundan. Vino, mujeres, ritos en las cumbres de las montañas y tauromaquia conforman el esquema de la vitalidad de aquellas gentes. Parece que la historia de Creta sigue un curso discontinuo, con recurrentes auges civilizadores después de cataclismos sociales o naturales - sobre esto hay una gran discusión entre los investigadores - que indica que, a pesar de no contar con signos claros de guerras o invasiones de pueblos foráneos, el flujo económico y social estaba sometido a una gran inestabilidad. Tradicionalmente, dividimos la historia de creta en tres fases: 1) período Prepalacial ( 3.000 - 1.900 a.c), edad del bronce en la cual la isla cobró gran importancia comercial por su situación en el mediterráneo, y de la que nos han llegado evidencias de sus contactos con las Cícladas, Chipre, Sicilia, Siria y Egipto, recibiendo influencias de las diversas culturas. 2) período Palacial, en el cual emerge un gran desarrollo demográfico y aparecen modificaciones en las hábitats. Cnoso, Malia, Festo son los enclaves que ejemplifican el esplendor de esta fase hasta que se produce una destrucción por causas naturales, posibles invasiones de asiáticos o revoluciones internas debido a sequías o movimientos sísmicos. Tras un nuevo auge y su consiguiente debacle, llegamos al apogeo de la civilización minoica en el llamado período Neopalacial. Aquel micromundo que nos llega imbuído de leyenda manifiesta la importancia de la alternancia entre épocas de florecimiento separadas por grandes cataclismos que destruyen la belleza de sus palacios para ser reconstruidos con mayor perfección arquitectónica y una expresión plástica de mayor riqueza, especialmente en la decoración mural. Edificios de grandes dimensiones que se alzan en torno a un patio central y numerosas dependencias. Son los palacios que atesoraban el control económico, religioso y social, pero nada sabemos sobre sus reyes o príncipes. Descendiendo en la jerarquía, encontramos pequeñas mansiones imitativas de la arquitectura palacial (con estancias para almacenamiento de grano, archivo y santuario) habitadas supuestamente por altos funcionarios vinculados a la administración. La escritura sobre tablillas de arcilla nos proporciona información sobre la economía de los palacios. Campos de cultivo propiedad del palacio y campesinos que cumplen su servicio ante las élites. Cría de carneros, cerdos, cabras, animales domésticos y de tiro. Grandes tinajas (las bellas pithoi) para almacenar aceite, vino y cereal. Talleres artesanos de manufactura. Pero cabe destacar la actividad mercantil en un mundo de horizontes que delimitan el vasto mar en cualquier dirección. Creta se expandió mediante la talasocracia que inspiró a Homero, y estableció el movimiento que milenios después imitarían griegos y romanos siguiendo el ritmo marcado por las importaciones y las exportaciones de riquezas. Tal vez puede hablarse de un mundo mediterráneo que constituye una civilización específica global en aquellos tiempos. Para un europeo, todo comenzó en Creta. El caso es que esta civilización, ignota pero cercana a nosotros por los destellos de su arquitectura y folclore, entró en decadencia a mediados del segundo milenio, seguramente absorbida y asimilada por nuevas corrientes civilizatorias que llegaban desde el norte, tras un desastre natural provocado - según la tradición académica - por la erupción del volcán de la isla de Thera. Del mundo micénico tenemos escasos indicios en relación a la trascendencia de su empresa económica y geopolítica, verdadero prólogo a la historia de la Hélade. Carecemos de escritos legislativos, literarios o religiosos que nos proporcionen los signos ideológicos que expliquen su fervor viajero y su persistencia en la producción. Las tablillas de arcilla en escritura epigráfica denominada “Lineal B”, sí aportan información sustancial sobre la administración de los palacios, las tareas de los escribas, la economía y el comercio. Una civilización que se extendió principalmente por Grecia meridional y central, Creta, Rodas y Chipre, e identificamos tradicionalmente su origen en los constructores de las “tumbas de fosa vertical” que evolucionaron hacia las “tholoi”, monumentos funerarios cuya estructura se organiza en tres elementos básicos: el “Dromos”, sendero inclinado que conducía desde el nivel natural de la superficie a la puerta del monumento. El “Stormion”, una entrada profunda que conduce al interior de la cámara, construida con grandes bloques de piedra. Y la “cámara”, el interior de la tumba, en forma de colmena con bloques de sillar. Semejantes a un pasadizo ritual que guardaba el recuerdo de los grandes señores. Probablemente, esta nueva corriente civilizadora que se asentó en Creta procedía de regiones orientales y fecundaron sobre el ya valioso sustrato cultural de los asentamientos anteriores y herederos de la sociedad miniana. Introdujeron el carro de guerra, nuevas técnicas metalúrgicas y el uso de la espada larga. El legado cretense se enriqueció con nuevas aportaciones de viajeros - linajes indoeuropeos - representados en forma de leyendas, héroes de origen divino relacionados con Oriente, Asia menor y Egipto. Entre los años 1.500 a 1.400 se desarrolla el apogeo de esta civilización, cultivando el germen de su talasocracia (serán la primera “koiné” comercial y política) en el mar Egeo, y la llamamos Micénica por ser Micenas - ciudad fundada por unos pueblos balcánicos que englobamos bajo el término "aqueos" - el asentamiento que mayor número de hallazgos arqueológicos nos ha proporcionado, pero no hay indicios de hegemonía política.

Frente a la paz y seguridad que expresaban los cálidos palacios de Creta, los micénicos construyeron murallas colosales con piedras ciclópeas de hasta seis metros de espesor con la finalidad de proteger a los príncipes-reyes y a los súbditos que habitaban en el palacio-fortaleza (el centro económico y político), el cual solía estar ubicado sobre una colina que abría el espacio a la vigilancia de temibles invasores o cuadrillas de rapiña y expolio. El “mégaron” era el núcleo o sala grande del palacio donde los gobernantes tomaban la luz de una abertura al exterior y recibían las peticiones de sus funcionarios y feligreses. La fortaleza tenía entradas estratégicas, y una de ellas es la conocida puerta de los leones de Micenas. Acueductos, canales, cisternas, tubos de terracota, sistemas de diques y zanjas para el abastecimiento de agua que servirán de modelo a la ingeniería de época clásica. Cabe imaginar que alrededor de la fortaleza se agrupaban varios poblados dependientes y/o vasallos de los grandes señores. La Historia de estas antigüedades, recordemos, es el poder de una élite en una sociedad estratificada que se diluye ante la preeminencia de las grandes dinastías de reyes y guerreros. El “Wanax” es el monarca micénico, quien concentraba la función religiosa (ordenar el calendario, fijar sacrificios, oblaciones, tasas de ofrenda, presidir las celebraciones y las fiestas en honor a las divinidades), la función militar (dirigir al pueblo en armas), la función administrativa (control y gestión a través de los funcionarios y escribas de la vida económica y social, de ahí que se le considere un régimen marcadamente burocrático). Así pues, desde discretos rincones de palacio y reuniones con los altos cargos, todo el control social emanaba de un vórtice semejante a una mixtura entre burocracia y feudalismo. Y de ello se deriva la estructura social, como un ramaje subordinado al tronco principal de la cúspide del poder. Un monopolio a todos los niveles. Los “basileus”, figura de un maestro de ceremonias religiosas con un séquito a su servicio. O tal vez jefe o capataz de un oficio (arquitecto o constructor, tal vez). Los “lawagetas”, poseedores de lotes de tierra, gran señor del populacho en un escalón por debajo del Wanax. Los “telestas”, también relacionados con la posesión de tierras, aunque su cometido es ambiguo. Tal vez una ocupación más que un “status social”. Los “eqetas”, nobles emparentados con el monarca. En las clases inferiores destaca el “damos”, colectividad libre que habitaba en distritos con órganos propios para su administración, relacionados con la posesión y parcelación de terrenos para el usufructo o la alimentación del ganado. Por último, los esclavos, teniendo en cuenta que la dicotomía libre-esclavo todavía no existía como sí lo hará en el mundo clásico, vinculados a oficios concretos, por lo general mujeres y niños reclutados como prisioneros, en botínes de pillaje, comprados o nacidos en tal condición, propiedad de palacio, de un particular o al servicio de un templo o divinidad. Un conglomerado de vasallajes que culminaba en la representación del Wanax, el espíritu del poder, el honor, la guerra y la consecuente expansión por los mares que circundan el Egeo. La talasocracia micénica vertebró el mediterráneo oriental y occidental y estableció el perfil de la ruta que siglos después seguirán los aventureros griegos (recordemos que el panteón griego tiene su origen en los héroes-dioses de los micénicos, a su vez heredados de la tradición minoica), y después vendrá Roma, y después las luchas comerciales y espirituales entre el occidente cristianizado y el oriente islámico. Hay evidencias de presencia micénica en Siria-palestina, Chipre, mesopotamia, el reino hitita en el centro de Anatolia, Egipto, Península Ibérica, y Europa central. La introducción del hierro en la metalurgia, transformaciones cerámicas y signos de decadencia palacial marcan el fin del Bronce y la entrada en la Edad del Hierro. La civilización micénica sucumbe ante cambios climáticos y víctima de los cataclismos sociales por el probable efecto dominó inducido por la denominada "invasión de los pueblos del mar”, consecuencia o precedente de la caída de los grandes imperios orientales. Desaparece la escritura, se derrumba el sistema mercantil, la burocracia y la administración de palacio, entrando en los siglos oscuros, hasta el próximo resurgir de los guerreros.

El viaje y la guerra auspiciada por las élites, el espíritu emprendedor de éstas, han hecho posible un mundo tal y como se ha desarrollado hasta nuestros días. Las clases medias de hoy valoran la seguridad y el sedentarismo, atributos de la vida ciudadana actual cuyos orígenes están en la inquietud por conocer y poseer territorios o culturas lejanas, la cual permanece en la mente de la élite que vive en cualquier tiempo, signo de la necesidad perfectibilista de trascender desde y sobre un marco geopolítico y mercantil. La expansión geográfica permite una mayor acumulación de riquezas que serán redistribuidas y se convierten en activos que estimulan el mercado y la producción de bienes diversos. Se ha escrito que la historia de la filosofía es una nota a pie de página desde Platón. La Historia humana tal vez sea una repetición expansiva de aquella empresa llevada a cabo por cretenses y micénicos, con sus consecuencias que emanan partiendo del poder elitista y se extienden hacia los escalones inferiores del tejido social, en cada expresión colectiva e individual, las cuales vienen a ser, en última instancia, eventos fortuitos pero sancionados o subordinados al poder central. El globalismo actual nos advierte de que entramos en la culminación de los Tiempos que nos ha tocado vivir como seres habitantes de este planeta.

viernes, 5 de junio de 2009

Nosotros no podemos esperar

Nos situamos en la edad media. Allí, el gnosticismo supuso un esquema cosmogónico vulnerable a la necesidad humana de autoafirmarse frente a una comprensión ambigua del entramado cósmico, semejante a un juego aleatorio de sensaciones inducidas desde el abismo. Aquellas doctrinas esotéricas motivaron una ansiedad de la que surgió el tronco seminal de la filosofía moderna. El mundo es el mal, creación demiúrgica. El “otro mundo” es el reino de las Ideas, lugar del que procede la chispa divina. La teología configura las Ideas mediante la exégesis antropocentrista que desvincula la espiritualidad del humán de su trabajo en el tiempo inmediato del mundo material. El alma busca su hogar primigenio en un intento de hallar la salida al mundo-prisión que la ha cegado y del que debe desconfiar. La ruptura con la filosofía antigua es sustancial y emerge seductora la escatología en torno al fin del mundo y la segunda venida de Cristo. El humán espera la llamada de Dios en su empeño trascendentalista, dando la espalda a la secuencia temporal de la naturaleza, la cual solo atiende a la contingencia de su constante muerte y recreación de ciclos. Los ciclos siguen su curso y nada concluye. En ausencia, pues, de parusía y juicio final, poco a poco vuelven las viejas preguntas sobre el origen y la finalidad del mundo porque la misma substancia oscila hacia el cielo o hacia la tierra según cada nueva edad. San Agustín, después de que Marción hubiera formulado la inexistencia del Demiurgo, volvió a imaginar el mundo en virtud de un trabajo dispuesto para el ser humano. Introduce la responsabilidad del humán respecto al mal en el mundo, lo cual supuso un paso liberador al afianzar nuestra responsabilidad en la Historia y sus acontecimientos. Esto, en el marco teocéntrico de su época, evocó el estigma del pecado por la culpabilidad del hombre. Si despojamos a la responsabilidad de cualquier sinergia cosmogónica (es decir, vincular nuestra acción en el mundo al delito de rebelión contra los dioses de la creación original, la cual selló nuestro destino bajo el objeto de la culpa de no ser lo que los dioses quieren que seamos, aquellos rasgos de su naturaleza que el humán quiere trascender para ser perfecto) ésta es una aceptación determinista que enraiza nuestra autoafirmación en los hechos presentes y en un porvenir abierto a nuestra labor. El concepto de culpa, al contrario, es una negación de nuestra oportunidad de realizar nuestro potencial determinada en el origen del cosmos, un pecado que es destino ineludible. La teología pudo, entonces, legitimar el trabajo mundano, pero - mediante el concepto de culpa - permaneció la condena y sujeción a un Dios y a un orden trascendente. Solo los movimientos liberales - siglos después - podrían deshacer el nudo con el que el teocentrismo medieval seguía amordazando a la conciencia del humán, ya que la variación epistemológica no es fuerza suficiente cuando se trata de abordar la estructura cosmogónica incrustada en nuestra psique.

La investigación, a todos los niveles, centra el esfuerzo en la ideación para un mundo sólido según las aspiraciones del ser humano. Se busca la coherencia que clarifique la relación entre el humán y el mundo. Y comienza la presteza y la ansiedad por hallar elementos conclusivos. Por ejemplo, el principio de economía indicado en la navaja de Ockam es un instrumento que clarifica esa nueva disposición epistemológica del ser humano ante la realidad inmanente de la física. La ciencia física es el nuevo portal en el que desvelar el secreto de Dios en un proyecto afín a la nueva responsabilidad. El hombre quiere leer el libro de la naturaleza condicionado por el sueño de trascender, utilizando una visera conforme al proyecto anhelado. Este principio de economía le ayuda a concretar su ámbito de actuación al precio -probablemente - de reducir el cosmos y, en consecuencia, su potencial. Lutero, desde la teología, propone reducir el orden teocrático (alianza entre Dios y el hombre, conocimiento por revelación unívoca) a una producción del sujeto cognoscente. Se pretende negar la trascendencia para poder volver a ella partiendo de una razón ilustrada. Prescindiendo de la tutela de una revelación omnímoda, se abre un camino de producción libre de dogmas que traza su propio sentido teleológico. Pudieron negar a Dios porque podían volver a encontrar un motivo de trascendencia en el orden natural, o en la proyección de una nueva razón que precisaba el sentido de lo sagrado secular.

En principio, el sacramento de la revelación imponía un movimiento de conciencia lastrado por su unidireccionalidad, en un zarpazo de absolutismo teológico. La aparición de la Ciencia fue una respuesta no menos violenta, y también reaccionaria ante la demora de la autoafirmación del humán que la sumisión a dicho absolutismo producía. La dogmática convertía certezas parciales en un lento avance en el camino. Virar el método y la fe hacia la materia abría la posibilidad de acelerar la Historia. El mundo esta inacabado, es decir, la naturaleza no colma el impulso perfectibilista hacia un punto indefinido que queda en mera ilusión de trascender. El telos, por tanto, es una ley inmanente de la razón que proyectamos en la naturaleza, según palabras precisas y adecuadas de Hans Blumemberg. La nueva fe en el mundo material nos permite operar con resultados tangibles y medibles que ejemplifican el poder sobre la naturaleza, autoafirmación que sigue un cauce abierto al misterio, la innovación, lo impredecible. La tecnología nos hizo aprendices de dioses. Efectivamente, la técnica es el resultado de la impaciencia humana ante la naturaleza. Charles Darwin evidencia con su Teoría de la Evolución la persistencia del antropocentrismo en ese curso de progreso indefinido que sueña con romper los límites. La evidencia de que la naturaleza utilizó miles de años y generaciones hasta dar con el humán, motivó una mayor angustia ante una secuencia aterradora que no deja lugar al telos. De repente, el naturalismo ofrecía un vector similar a la aprehensión unidireccional del absolutismo teológico. El rechazo que sufrió en su día la teoría evolutiva de Darwin no fue únicamente una cuestión relacionada con el clero y sus preceptos tradicionales. Teístas y cientificistas padecieron la inesperada contrariedad. En la actualidad, algunos cientificistas se refugian en el creacionismo como complemento que alivia la falta de respuestas clarificadoras respecto a las profundidades del mundo en una metodología siempre a la espera de nuevos hallazgos que completen el puzzle según conveniencia de ciertas mentalidades, codeándose con los ultraconservadores cristianos . Y los creyentes - inclusive la autoridad vaticana - empiezan a aceptar la teoría de la Evolución, lo cual les permite abrazar a la ciencia como un signo justificador de su esquema dogmático de cara a la galería, al tiempo que pretende, integrando postulados, presentar su cosmovión como si se tratase de la cosmovisión completa y definitiva, pues hay que aceptar a la naturaleza como un vástago de Dios que sigue sus propias microleyes (o sea, esclava e ilusión de nuestros deseos). El espejismo de Dios y el espejismo del Mundo. En origen, nadie quiso aceptar aquel sometimiento a la naturaleza que se deriva de la mecánica evolucionista presentada por Darwin. Para presentar batalla, el siglo XIX utilizó la tecnificación con furia a modo de respuesta desde la más elemental de las energías. Producir bienes de ostentación y afirmación social, inventar mecanismos más rápidos y eficientes de lo que el mundo natural esta dispuesto a ofrecer. Llegó la revolución industrial para crear el espacio socio-técnico con el objetivo de la autoafirmación que nos negaba la naturaleza. Los románticos enfrentaron su creación a la de aquellos tecnócratas con el pulso del idealismo estético que afirmaba la subjetividad como auténtica superación y autoconciencia existentes más allá de la naturaleza, pues la tecnología ya empezaba a cobrar la fuerza y la forma de una Gran Maquinaria que impondría sus preceptos a todo el orden social a no ser que el espíritu humano alzase su voz disconforme. En cualquier facción subyace el mismo grito de rebeldía. La materialidad del mundo revelaba cada vez más su infinitud e inmensidad, frente a las que el tiempo humano no encuentra su adecuada cronología y cosmogonía, y así lo expresó F. Galiani: Nosotros somos demasiado pequeños, ante ella no son nada ni el tiempo ni el espacio ni el movimiento. Y concluye de forma dramática y arrebatadora: pero nosotros no podemos esperar.

... Nosotros no podemos esperar... palabras que suenan como un eco inmemorial de la tragedia de nuestra especie, atraviesan todos los ciclos de la humanidad, desde el primer "homo sapiens" hasta hoy, dejando al descubierto una herida sangrante.


*Base bibliográfica: Die Legitimität der Neuzeit (La legitimación de la edad moderna), Hans Blumenberg. Ed: Pre-textos.
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