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viernes, 6 de marzo de 2009

La corriente de los siglos: el sueño y la secularización (I)

Siguiendo a Hans Blumenberg, podemos entender la secularización de la edad moderna como si se tratase de una turbulencia psíquica colectiva cuyos rasgos principales identificamos en la transposición del ímpetu perfectibilista inspirado en la divinidad transcendente, hacia las potencias del mundo material que son gobernadas por la ingeniería del humán. El valor programático de la secularización especifica el espacio-tiempo de un valor estratégico que bulle en la sangre de la raza humana desde el nacimiento de su autoconciencia. El núcleo de nuestras células guarda el secreto de aquellas primeras edades - que se extienden a lo largo de milenios prehistóricos - en las cuales el miedo a un entorno hostil comenzó a perfilar las estrategias que con el curso del tiempo han adquirido la susodicha pulsación programática. Todas las especies animales reaccionan ante los peligros del entorno mediante procesos adaptativos y - aquellas especies dotadas de una capacidad neurosensorial más desarrollada - utilizando estrategias primarias, las cuales son ejecutadas, precisamente, por los primates. El ser humano es el único que puede reaccionar con una modificación substancial aplicada a su entorno físico interrelacionada con las correspondientes metamorfosis en sus esquemas psicológicos. Cuando el humán construyó los primeros templos para el culto sagrado no solo materializó la imaginación de un nuevo objeto, sino que en su mente operaba una nueva forma de entender, congraciar y establecer su relación con el mundo. Si admitimos que la estrategia secularizadora esta animada por un pathos teológico, entonces podemos reconocer la carrera humana por superar el orden natural como la substancia inmanente que regula la existencia temporal de la especie en su conjunto. Sea el objetivo la comunión con una divinidad transcendente o el gobierno sobre un orden material inmanente, la pulsación siempre nos lleva a superar el patrón conductual que rige la vida de las demás especies animales y vegetales, las cuales siguen las pautas instintivas contenidas en sus respectivos códigos genéticos (pura mecánica basada en la interacción entre estímulos físicos que configuran una protointeligencia). ¿Qué es y qué hace el ser humano de este modo situado en y más allá de la naturaleza?. En una primera - y quizá algo simple - apreciación, constituye un significado teleológico cuyos preceptos siguen un camino bidireccional que en cualquier caso concluye en la sustancia perenne; la humanidad camina hacia la salvación por la comunión con Dios, más las estructuras ideológicas de orden tradicional, y/o la humanidad camina hacia la salvación por su conocimiento y control sobre el mundo natural, más las estructuras ideológicas de orden secular que se derivan de ello. Atender a la revelación y los misterios de Dios y/o descifrar y conocer las leyes de la naturaleza. En ambos casos, subyace la idea de un orden perfectible sobre el cual diseñamos el sueño a fuerza de inventar al Dios único o de sublimar el inmediato orden natural. Podemos dirigir el esfuerzo hacia el mundo celeste o hacia la materia, siempre intentando escapar de nuestra condición por causa de nuestra condición misma. Reitero una cuestión planteada en un texto anterior: ¿por qué la naturaleza ha creado a una especie biológica cuyo atributo intrínseco es ser naturaleza y, al mismo tiempo, no puede evitar esa carrera hacia la transcendencia, justificada (o no) en criterios intelectuales, éticos, espirituales y morales, articulados mediante instituciones, ya sean laicas, religiosas, políticas?. ¿Cómo es posible que un juego de azar dé un resultado de consecuencias tan terribles?.


El perfectibilismo, efecto responsable de esta dolorosa contradicción, es elemento clave en la cohesión colectiva de nuestra especie desde sus mismos orígenes, siempre y cuando no vayamos a discutir que el humán es un ser social. Hasta la institución del cristianismo, el sueño perfectibilista tuvo múltiples expresiones clandestinas en las diversas sociedades secretas que aprehendieron el rito iniciático para el conocimiento de los administradores del culto divino, los cuales ejercían el control de las masas mediante el espectáculo exotérico. A falta de una democratización a todos los niveles, el verdadero conocimiento -entiéndase, el programa ideológico que inspiraba a las élites - permanecía oculto. Estas edades históricas nos revelan al perfectibilismo en estado latente, el cual encontrará su apertura con la literatura evangélica, en la que el Nazareno predicador reivindica un conocimiento para los humildes, es decir, para todo el pueblo, y aquí hallamos un precedente de la universalización de la democracia. Sed perfectos como lo es vuestro Padre en los cielos... Posteriormente, la Iglesia católica acuñó la ensoñación de forma definitiva y concentró todo el poder ideológico en un arquetipo (Jesucristo) que, como tal, tiene implicaciones esotéricas y exotéricas, un instrumento idóneo para seguir promulgando el gran deseo de la especie a escala global. Aunque este no es el momento de presentar la tesis sobre la enorme relevancia de las sociedades secretas en la Historia, cabe ahora indicar que, dado que estas poseen la influencia social y ideológica desde tiempos remotos, y el conocimiento y uso efectivo de los símbolos, son las que han insuflado el curso idealista de las civilizaciones, en pos de ese sueño perfectibilista que de forma más o menos subliminal ha impregnado las mentes de todos los individuos, ya sea por implicación activa en el proceso o por resistencia pasiva frente a la corriente de los siglos.

Como hemos visto, la imperecedera substancia que cree en la perfectibilidad del mundo humano fluctúa mirando al cielo y a la tierra, sin que haya que comprender el proceso como algo unívoco, sino más bien desplegándose en función de los parámetros socioeconómicos y de la deriva ideológica del momento. La edad moderna fija su esperanza en las potencias del mundo terrenal, pero no olvida los sueños celestes; traducidos a los recursos mundanos, reaparecen en el desarrollo de la carrera espacial. El cristianismo promulgaba un trabajo espiritual en la tierra que nos hiciera dignos de la redención celeste. Hombres que se asocian, comparten un proyecto y un rito sacramental y salen a los caminos para curar a enfermos y consolar a los dolientes en la promesa de la salvación. En el cristianismo confluyen las corrientes del cielo y de la tierra, produciéndose una legitimación recíproca de los dos polos entre los cuales transcurre dicha fluctuación. Pero la secularización negaba la vida en el “mas allá” celestial, y concentraba la energía en el trabajo mundanizado. Ello supone, más que una ruptura en el ritmo del flujo, una simplificación de la vida en la tierra, la vida “mundanizada“. Desaparecida la extensión noosférica de la transcendencia (aquella que canalizaba el deseo de superación hacia la Imagen de la redención por el trabajo en la tierra) había que buscar a ese elemento nuclear de superación (llámese Dios, Paraíso, Idea, Potencia, la conquista del espacio, los derechos humanos universales...) en los entresijos de la materia, donde solo encontraron procesos acumulativos (incrementos tecnológicos, comodidades domésticas, etc), sin una progresión clara hacia el fin perseguido, porque dicho fin probablemente no existe.


[continúa...]



*Base bibliográfica: Die Legitimität der Neuzeit (La legitimación de la edad moderna), Hans Blumenberg. Ed: Pre-textos.
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